documentos de pensamiento radical

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lunes, 2 de septiembre de 2013

MEMORIAS DE UN PROFESOR MALHABLADO



Cómo explicarles a los demás, a la señora Aguirre, a nuestros vecinos, a nuestros periodistas, a nuestros políticos –a nuestras familias y a nuestros propios compañeros, incluso, también– que nuestro trabajo no es sólo enseñar matemáticas, inglés o latín; que no es sólo preparar exámenes y corregir exámenes; o acompañarlos al teatro o a los museos; o adiestrarles física e intelectualmente en el uso de las herramientas del mundo en que se mueven o que se van a encontrar, cuando abandonen las aulas; que nuestro trabajo va, a menudo, más allá, obligándonos a negociar con el dolor, con el miedo, con el sufrimiento y con el estupor de unos niños y unos jóvenes adolescentes inquietos, nerviosos, expectantes, desorientados y amedrentados por un mundo, el de los adultos, que sienten tan inhóspito, tan incomprensible y tan lleno de cortantes aristas.

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Más arriba, ya dejé caer que el auténtico problema, la raíz de todos los otros problemas, como la de esa radical inadecuación entre los valores que enseñamos y los valores vigentes realmente

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Pero ¿qué se nos demanda en las sociedades actuales a los profesores?; pues que nos dejemos de esas gaitas de espíritus y de destinos, y que vayamos “a lo que hay que ir”, a lo práctico, que seamos meros instructores de capacidades y domadores de voluntades –cuando no simples cuidadores–. Que instruyamos a nuestros alumnos para la sumisión y para la disciplina de una realidad entendida como espacio de sometimiento, y de producción y de consumo de objetos inútiles, en su inmensa mayoría. Que cuidemos de ellos, mientras nosotros estamos sometidos a las rutinas que nos encadenan y nos vacían, concentrados en la producción y consumo de esos objetos inútiles; gastando inútilmente el tiempo de nuestras vidas, el tiempo que deberíamos estar dedicándoles a ellos. Ese es el auténtico problema, la raíz de muchas de las contradicciones a las que nos vemos sometidos los profesores –malhablados o no– que tenemos otra idea, muy distinta, de nuestro trabajo. Y esa son las contradicciones a las que se ven sometidos también, de otra manera, tal vez, pero lo quieran o no el resto de compañeros, sean conscientes o no de esas contradicciones.

La diferencia, en este aspecto, entre la Escuela Pública, la escuela concertada (esa especie de rareza deforme del sistema escolar español) y la privada, es que profesores como yo, o como otros muchos que conozco –malhablados o no–, sólo tenemos cabida en la Pública, pues en ella aún quedan espacios de libertad y disidencia –cada vez más reducidos, eso sí–, casi imposibles de encontrar en la concertada o la privada (salvo que sean centros que tengan como objetivo poner en práctica experiencias pedagógicas de base libertaria y creativa; que los hay, aunque muy pocos, desgraciadamente).

Reconocido esto, el error capital en que, como colectivo, hemos incurrido los profesores de la Escuela Pública a lo largo de estos últimos veinticinco o treinta años –compartido con otros colectivos de profesionales y de trabajadores cualificados–, ha sido la general asunción, por nuestra parte, de una falsa conciencia de clase que ha provocado un desclasamiento subjetivo pernicioso para nuestra capacidad de reacción política y social en cuanto trabajadores de la función pública.

Esa falsa conciencia de clase, la ilusión –espejismo, en realidad– de pertenecer a esa “clase media”, más pretendida que real, de la que me burlaba más arriba, y la confusión y debilidad derivadas de ella, han hecho que no hayamos sabido defender (y hayamos perdido, por tanto) esos espacios de libertad y de disidencia señalados antes; renunciando, sin batalla, apenas, al bien más original y precioso de la Escuela Pública y de nuestra condición, como era la relativa autogestión de nuestros centros de trabajo; y esto no sólo por desatención y despreocupación, sino por dar, inconscientemente, por sentado que las cosas serían así siempre y en cualquier circunstancia; y también por una cierta incapacidad colectiva para comprender en su justa trascendencia y manejar esa misma autonomía de gestión.

Y, bien mirado, son esos últimos reductos de libertad y de disidencia, que quedaban aún, los que algunos de entre nosotros estamos defendiendo hoy; la posibilidad de una Escuela aún no plegada definitivamente a los valores productivos y empresariales que se nos han impuesto por doquier; una Escuela Pública en donde aún sea posible la existencia de pequeñas reservas de “vida salvaje”.

Que desaparezcamos; que los profesores que mantenemos aún una idea diferente de la Escuela Pública y de la Enseñanza –malhablados o no– nos esfumemos sin dejar rastro

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un mundo así, además de triste y desangelado, sería un mundo aún más inhabitable.

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Pero los que nos gobiernan y rigen nuestros destinos prefieren la simple capacitación frente al saber crítico; es natural, quieren técnicos cualificados, pero analfabetos; especialistas que sepan mantener este mundo en marcha, pero que no sepan desentrañar las leyes fundamentales que lo rigen, las leyes que marcan su propia explotación; ingenieros, médicos, mecánicos, fontaneros, capacitados y diestros, pero imbéciles; que acepten sin rechistar su continua humillación y desprecio. Quieren borrar cualquier rastro humano de la Escuela y convertirla en puro negocio, en fábricas de instrucción de seres clonados y sumisos, con profesores igualmente clonados y sumisos.

Sin embargo aún no somos esos seres; al menos, no todos lo somos; ni siquiera somos esa panda de vagos que creéis; tal vez nos hayamos comportado de un modo indolente en la defensa de nuestros derechos, pero en eso tampoco hemos sido más perezosos que el resto de los trabajadores de nuestro país o de las otras sociedades occidentales… Como casi todos, hemos estado embobados e hipnotizados por el consumo de mercancías averiadas durante décadas; pero vuestra voracidad sin límites ha despertado al tigre, y se está desperezando. Ahí está en las calles, en la Red, en las universidades, institutos y colegios, por todas partes se despereza y avanza como una “marea verde”, que se suma a otras mareas, a otros tigres despiertos, que anegarán todo y lo transformarán todo.


Matías Escalera Cordero. Memorias de un profesor malhablado. Ed. Amargord, 2013

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